“Un ciervo herido salta más alto”, Emily Dickinson (1830-1886 · Amherst, Massachusetts)

johann jakob jingleheimmer schmidt

-… y cuatro neumáticos Rud Ketten Rieger… No siguió leyendo. Ya la había pagado en el establecimiento y no había comprobado los datos de la factura. Miró de nuevo el documento mientras lo sujetaba con las dos manos, miró al cielo y apretó los labios. Dobló cuidadosamente el papel y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta, en donde se acabaría arrugando; dos semanas después lo encontraría y lo tiraría por la calle en la primera papelera o contenedor de escombros.

Antes de iniciar el largo trayecto, siguiendo las indicaciones y consejos de su esposa: había llevado el vehículo a una revisión mecánica con el fin de evitar problemas durante las vacaciones.

Pero cometió un error. Johann Jakob Jingleheimmer Schmidt había ido acompañado de su esposa a la revisión, y ésta sucumbió bajo los consejos del malvado mecánico Bruno Meyer. Bruno Meyer era un individuo gris, alto y enjuto de hombros, con una cabellera castaña y grasienta.

Después de una ligera pero aparentemente detallada inspección, Bruno Meyer se dirigió al matrimonio mientras se limpiaba las manos con una porción de celulosa arracada del rollo colgado de la pared. Les comentó el mal estado de aquellos neumáticos y la conveniencia de cambiarlos si deseaban realizar un largo trayecto con más seguridad. A lo que Guida asintió poniendo la seguridad de su familia, ante todo. Bruno Meyer había hecho buen negocio. Al cambio de aceite, los filtros, pastillas de freno y amortiguadores, sólo le faltaba añadir unos neumáticos de alta gama.

De no ser por aquella situación Johann Jakob Jingleheimmer Schmidt había circulado con toda normalidad y seguridad un año más, según sus cálculos.

 

Su mujer ya había cerrado las lleves del gas y del agua. Este hecho no evitaría que ella misma, minutos más tarde le preguntara a su marido, ya en carretera, si había comprobado la llave de paso del gas y del agua.

Johann Jakob ya había dado una rápida ojeada desde el recibidor el resto de la casa. Desde su posición poca cosa podía ver, pero era suficiente para saber si se había dejado alguna luz abierta. Todo correcto, podía cerrar la puerta tranquilamente.

Ya en el porche de la casa dirigió una morada al coche, todos estaban en él, le estaban esperando.

Como si de un ritual se tratara, cerró la puerta suavemente y dio dos vueltas a la llave. Y seguidamente empujó la puerta y tiró de ella, como si se quisiera asegurar que la cerradura hacía bien su trabajo.  Esta misma operación se repitió al cerrar la verja del jardín. Volvió a repasar con su mirada toda la casa y se dirigió al coche.

En él le esperaban su esposa Guida, sus hijos Hans y Hansel, y su suegro Julius.

Hans y Hansel, eran dos gemelos de diez años, difíciles de contentar y que no aguantaban más de una hora sentados. Julius era el padre de Guida, tenía 85 años muy bien llevados, veterano de la Gran Guerra, pero con un carácter bastante peculiar que había dejado en herencia a su hija Guida. No sufría ninguna enfermedad que no fuera ajena a su edad, se valía por el mismo, pero el dichoso carácter le había enfrentado varias veces a su hija, que no con Johann Jakob, que compartía con él largos cafés hablando de historia antigua, de Tucídides, de Salustio, o Tito Livio.  Tenía un carácter a veces complicado, un sentido del humor un poco cáustico, corrosivo y a la vez sutil, mostraba grandes dosis de humor y de inteligencia. Como todos los pertenecientes al signo de Tauro mostraba gran interés sensibilidad por las artes, la literatura y la buena música, era un gran amante de la ópera, y opinaba que Puccini y Rossini eran sus máximos exponentes. Quizá fuera por ello por lo que Johann Jakob mostraba por él una gran simpatía y complicidad y estaba totalmente de acuerdo con lo que su mujer tenía previsto hacer.

– ¿Has cerrado bien, cariño?

-No.

-Guida, su esposa, tenía el vicio de preguntárselo siempre. Johann Jakob al principio se molestaba, pero a esas alturas de matrimonio y convivencia optaba por aquel tipo de respuestas. Guida, que a veces era inconsciente de la inoportuna repetición de aquella pregunta, al recibir esa respuesta, se mantenía callada durante un rato o cambiaba de tema. En cierta ocasión, después de preguntarle sobre si había cerrado la puerta, no le preguntó si había cerrado el agua o el gas; le hizo retroceder dos manzanas y entrar de nuevo en casa para comprobar si la plancha estaba correctamente desenchufada. Johann Jakob respondió pacientemente y comprobó si había tal despiste. En esa ocasión estaba todo correcto, lo que desencadenó una furia contenida en Johann Jakob que algún día saldría a la luz.

– ¿No estarán muy bajos los neumáticos?

-Son nuevos cariño, y además el coche pasó una puesta a punto que me ha costado un riñón.

– ¿Dónde fuisteis, al concesionario? –preguntó, Julius, el abuelo.

-No, no me fío.  Ahí sólo por saludarte te cobran, te cambian lo que no hace falta, son caros, y son lentos; además, debes pedir cita previa. Fui al taller de Böttcherstraße. Pero tampoco me gustó.

-No pasa nada, ahora no nos vendrá de cincuenta marcos, cariño, lo importante es salir a la carretera con un coche seguro – comentó Guida.

-Cariño, este coche costó más de lo que imaginas, tiene 3 años, lo llevo a todas las revisiones, lo mando lavar cada semana, lo enceran y lo aspiran, huele casi a nuevo, el motor ni se oye… ¿Qué más quieres?

-No sé, habría preferido un coche francés.

– ¿Un coche francés, por qué?

-Me gusta como se pronuncian los nombres en francés.

-Cariño, debemos apoyar la industria local, tal y como el presidente Adenauer nos ha pedido.

– ¡Pues que les pongan nombres más bonitos!

-Ya sabes que ingleses intentaron vender esta marca a la americana Ford, que hizo una oferta a la baja porque pensaba que sería una pérdida de dinero, el gobierno francés, tus franceses… también rechazaron tomar el control, nadie parecía estar interesado en la compañía. Hasta que, nuestro gobierno logró obtener el control de la compañía. Mi amigo de la infancia Heinrich Nordhoff fue nombrado director de Volkswagen, un movimiento que demostró ser muy acertado.

-Que mires adelante cuando conduzcas, no me mires. Mira la carretera.

– ¿Por qué compraste el coche en color dorado, papá? –preguntó Mario.

-No es dorado, es arena sahariana metalizado, cariño.

– ¿Quién coño pone los nombres?

-No sé, alguien de la fábrica, que fuma y se inspira.

-Johann Jakob … -cortó Guida.

-Es cierto mamá, el que puso ese nombre era gilipollas… ¿No pueden poner nombres como los americanos, el Cadillac Fleetwood, o el Plymouth Belvedere, de color dorado, o beige metalizado?

-Piensa que hay muchos tonos de beige, y es una manera de personalizar un color.

– ¿Y si el coche fuera negro, sería negro a secas, o negro negro?

-No sería seguramente negro volcán, negro azabache, o negro antracita.

– ¡Es gris, la antracita es gris!

-Sí… es gris, pero podría ser un gris muy oscuro y metalizado.

– ¿Te imaginas este coche de color rojo? Es tu color preferido, papá…

-Sí, sería bonito, pero muy chillón ¿No?

-A mi gustaría… –intercedió Hansel.

-Y a mi, le llamaría rojo sangriento.

– ¡Bueno, basta ya! –espetó la madre.

– ¡Yo vi mucha sangre derramada en la Gran Guerra!

-Vale papá, calle un poco ya –respondió Guida.

-Pero si no ha dicho nada, cariño.

-Tú no te metas, es entre mi padre y yo.

Pasaron dos silenciosas horas de viaje; el hecho de haber salido de casa tan temprano hacía que todos estuvieran un poco adormilados. Pero Guida no bajaba la guardia.

– ¿Johann Jakob?

-Si, cariño…

– ¿No hueles a quemado?

-Sí, soy yo.

-Imbécil, tú siempre. En serio, yo huelo a quemado.

-Habremos pasado por algún campo donde quemaban algo. Tranquila, nuestro no es.

– ¿Ya miras la gasolina?

-Puse anteayer noche, volviendo del trabajo… Y ya te lo comenté.

-Vale, pues calla. Vigila que ahora viene una salida, no es la nuestra. De todas formas, pararemos, llevamos más de dos horas conduciendo, repondrás gasolina, pasaremos por la tienda de la gasolinera y tomaremos un café con leche.

-Pensaba que lo haríamos todo por Autobahn –comentó el abuelo Julius.

-No, no…

-Papá, hemos pensado que por ahí será más corto, no es Autobahn pero no damos tanta vuelta. Pero aún falta pasar dos salidas más.

-Marca. Pon el intermitente.

-Ya lo he hecho.

-No lo habías hecho.

-Lo has hecho cuando te lo he dicho.

– Vaaale…

-Bueno, hay que organizarse.

– ¿Para poner gasolina? –preguntó el abuelo.

Inmediatamente se cruzaron las miradas, la de reprobación de su hija, y la de asentimiento y complicidad de su yerno.

Guida acordó que Johann Jakob pusiera gasolina mientras, ellos entraban en la tienda de la gasolinera a comprar algunas revistas, algunos caramelos y una botella de agua, para después ir a la cafetería contigua a desayunar. Dejarían los servicios para lo último.

Aquel era el plan que había ideado Guida para poder abandonar a su padre en aquella gasolinera. Era grande, había mucha gente y estaba cerca de la próxima salida, una vez en las carreteras de interior podrían circular sin ser encontrados.

Hacía poco que habían remodelado la gasolinera, y una marca inglesa la había adquirido, el rojo predominaba en la estructura metálica que protegía del sol, viento y lluvia. Mientras Johann Jakob entablaba conversación con el empleado que repostaba el depósito, el resto de la familia surcaba los pasillos buscando caramelos, patatas fritas, chocolatinas y demás dulces para mitigar la ansiedad de varias horas de coche. Guida compró un par de revistas. Una era la famosa Burda, en la que se anunciaba un aniversario real. Otro semanario, Stern, de información general, anunciaba en portada varios artículos sobre la construcción del país.

-Cóbreme todo esto y la gasolina. Mi marido está llenando el depósito, ahora viene. Dígale por favor, que estamos en la cafetería –dijo Guida a Adelbert, el cajero.

Tenía 19 años, rubio y de mirada dulce e inocente, con un tono de su voz que respondía a un carácter igual al de sus ojos. Llevaba apenas una semana en aquel puesto. No era un trabajo muy atractivo, pero el horario nocturno le proporcionaba un buen sueldo. Ahora estaba de buen humor, faltaban quine minutos para el cambio de turno. Además, en dos o tres meses odiaría su puesto y los clientes.

El plan, aunque prosaico y rastrero debía llevarse a cabo con rapidez y la cabeza templada y el corazón frío. Ahora debían ir a desayunar. Pasar por los servicios, dejar al abuelo, y salir en la primera salida dirección Waltenhausen.

Toda la familia encabezada por Guida traspasó la puerta automática que llevaba a la cafetería de la estación de servicio. Detrás le seguían Hans y Hansel. Julius, mientras, se tomó su tiempo mirando algunas revistas y hablando con Adelbert, el cajero, se despidió con prisas y se dirigió a la barra de la cafetería para hacer su comanda.

Era un establecimiento bien iluminado pues todo el local estaba acristalado y grandes fluorescentes iluminaban sus rincones. Hans y Hansel pidieron permiso al encargado para juntar dos mesas. Aquel mobiliario de diseño era ligero y funcional, además, la combinación de colores y maderas sería del gusto de Johann Jakob .

Hansel arrastró sin problemas una mesa mientras Hans cargaba con dos sillas para su padre y su abuelo.

Cuando estaba poniéndolas una a lado de la otra, llegó Johann Jakob enfundándose la cartera en el bolsillo de la camisa de cuadros y se cruzó con su suegro que iba a hablar de nuevo con Adelbert.  Julius se quería, dijo, despedir del simpático cajero con más detenimiento mientras esperaba que le sirvieran el desayuno, pues era una joven muy amable y le había prometido aconsejar sobre revistas.

Enseguida entabló conversación con Adelbert y con Clemens, un cajero pelirrojo con cara acnéica y de mala leche que acababa de relevar a su compañero. Conversaron durante un buen rato sobre el puesto de trabajo y sobre revistas.

Johann Jakob le llamó con la mano para que se sentara en la mesa, pues la camarera les había servido hacía rato los bollos y los cafés con leche.

– ¿Ahora? ¿Echamos a correr ahora? –preguntó Hansel.

-Calma. Ahora cuando vayamos al servicio, contaremos hasta diez y saldremos corriendo.

– ¿Estás segura, mamá?

-Ya te lo he respondido varias veces, cariño.

-Guida, piénsatelo bien, es tu padre… -le recordó Johann Jakob.

-Ya lo hemos hablado varias veces, no estoy ahora para discursos morales ni filosóficos. ¡Así que arreando! La cuenta de mi padre ya está a mi nombre desde hace dos semanas, la casa de Gengenbach ya lo está también, así que… ya no tengo por que aguantarlo más. No soporto su carácter. Y no se hable más, no es vuestro padre, es el mío, y punto. Y ahora calladitos que viene. –ordenó Guida mientras veía a su padre entrar a la cafetería por la puerta automática que separaba los dos ambientes.

– ¿Qué traes, abuelo?

-Cuatro revistas que me ha recomendado el chico ese tan majo.

– ¡Pero que guapo es mi papá! ¡Tómate el café con leche que se te va ha enfriar! –le dijo Guida a su padre en un tono muy cariñoso.

Las miradas de tristeza de Hans y Hansel se cruzaron con la de su padre.

-Nada, son unas revistas de historia, otra de libros y dos de actualidad y política. Irán bien para el largo viaje que nos queda aún por recorrer. Espero no marearme en el coche.

De nuevo unas miradas furtivas y de desaprobación se cruzaron entre el resto de la familia, mientras el abuelo ojeaba inocentemente aquella revista de historia.

Guida se levantó de su silla apurando el último sorbo de café de su taza mientras acercaba su otra mano para ver la hora de su reloj.

– ¡Uy! Vamos retrasados, es muy tarde. Johann Jakob, pasa por caja. Mientras, nosotros iremos al lavabo pues nos esperan unas dos horas de carretera sin paradas. Tu también, papá.

-No gracias, fui antes de salir de casa.

-Tu también papá, que después no pararemos.

Julius entró al servicio seguido de sus nietos. Éstos se lavaron las manos directamente.

– ¿Y vosotros, no hacéis nada?

-Ya lo hemos hecho, pero mamá dice que nos lavemos las manos.

Dos golpes sonaron en la puerta.

-Bueno abuelo, nosotros vamos pasando que iremos a limpiar el parabrisas. –comentó Hans a modo de excusa.

Salieron los dos hermanos del servicio, donde se encontraron a su madre de cara.

– ¡Venga, tenemos tres minutos, bajar pantalones, subir pantalones, lavarse las manos y secárselas, es viejo pero no lento!

– ¿Estás segura, cariño? –preguntó Johann Jakob.

– ¡Calla y prepara las llaves! Saldremos por la puerta de la cafetería, pues se encuentra más cerca del aparcamiento del coche.

Como una sola persona salieron Guida, Hans, Hansel y Johann Jakob. A punto estuvo Johann Jakob de caer al suelo al tropezar con adoquín mientras miraba a sus espaldas no sin pocos remordimientos después de susurrar un ‘adiós, abuelo Julius’.

Guida arrancó de un arrebato las llaves de las manos de su marido, y las puso en la cerradura de la puerta del coche, cuando un grito los paralizó.

– ¡Esperen! –era Clemens, el cajero acnéico.

– ¡Dejad! Subid al coche ahora mismo. –gritó Guida, mientras sufría pensando que su plan se iba a convertir en una escaramuza.

– ¡No se vayan sin pagar!  -gritó de nuevo el cajero, mientras señalaba un coche de la Landespolizei que estaba estacionando delante sus puertas.

Hans y Hansel fueron corriendo hacia el cajero para solventar el problema.

– ¡Agentes! Esta familia ha estado en la tienda y se han llevado varias cosas sin pagar.

– ¡Inútil, arregla esto con el dependiente ya!  -gritó Guida mientras enviaba a Johann Jakob de un empujón a hablar con el cajero.

Viendo los tranquilos andares de su marido, arrojó con rabia las llaves al suelo y echó a correr gritando y empujando de nuevo a su marido hacia la tienda donde les esperaban sus dos hijos, Hans y Hansel, y una atónita pareja de la Landespolizei que no acaba de entender aquellos gritos.

– ¿Qué demonios ocurre? -preguntó Guida.

-Nada importante –dijo Clemens -falta pagar lo que han comprado en la tienda.

– ¡Mira guapo, ya lo pagamos al poner gasolina! ¡Si no te enteras es tu problema, poneos de acuerdo tú y tu compañero antes de joder la mañana a la gente que se va de vacaciones!

-Tranquila, cariño. Este chico sólo hace su trabajo. –comentó Johann Jakob.

– ¡No me jodas Johann Jakob Jingleheimmer Schmidt, no me jodas! ¿Me estás llamando histérica?

-Disculpen agentes los prontos de mi señora, ahora arreglaremos el malentendido.

Comentó Johann Jakob dirigiéndose a los agentes a la vez que sacaba la cartera y preguntaba al dependiente que quedaba por pagar.

-Son cuatro revistas una de historia, dos de actualidad y otra de libros, literatura o no sé qué.

– ¡Qué libros, qué revistas! ¡Ya he pagado las dos revistas! –gritaba Guida.

-Usted no, el señor mayor que iba con ustedes me dijo que les avisara, que ustedes pagarían las revistas.

– ¡Papaaaá! – Gritó rabiosamente Guida, lanzó un billete verde arrugado con rabia encima el mostrador y agarró a sus hijos y a su marido por la camisa empujándolos hacia la puertas – ¡Ten guapo, veinte marcos y cómprate una pomada!

La puerta se abrió automáticamente.

Pero no cruzaron el umbral. Johann Jakob estuvo de nuevo a punto de caer al suelo. Hans y Hansel dibujaron unas caras de sorpresa difíciles de describir. Guida, quedó boquiabierta mientras sus ojos eran víctimas de un tic nervioso, mientras su cara se desfiguraba lentamente buscando un gesto que encuadrar y una palabra que entonar. Por unos instantes, nadie dijo nada, la puerta seguía abierta, los caramelos de la bolsa que sujetaba Hans se derramaban y crujían al caer al suelo. Guida abrió varias veces la boca sin poder pronunciar palabra, y como si de un pez se tratara abría i cerraba la boca pronunciando sonidos indescifrables.

Por fin consiguió pronunciar:

-Papá…

-No está… y el coche tampoco -balbuceó Johann Jakob.

– ¡Imbécil, ya lo sé! –gritó Guida empujando a su marido que caía definitivamente para besar el suelo.

Guida echó a correr rápidamente hacia donde había estado el vehículo estacionado. Hans y Hansel la siguieron. Johann Jakob se levantó, se sacudió los pantalones y caminó cojeando tranquilamente mientras observaba a su familia como estaban de pie, parados, y con la mirada fijada en un bulto que estaba en el suelo y que su esposa tapaba con las piernas.

-Mira mamá, las revistas del abuelo…