“Un ciervo herido salta más alto”, Emily Dickinson (1830-1886 · Amherst, Massachusetts)

Foulard de Alex Miró, fulard, pañuelo

Allissander Fismüller Erheben

Aquella mañana salió de casa con su traje preferido color gris marengo. Ese martes apostó por una camisa blanca de popelín, le encantaba su tacto. Como le molestaban las bufanda, hacía años ya se había acostumbrado a vestir con foulards. Esto suponía para él una gran ventaja, pues tenía en su modesto fondo de armario unos foulards finos, y otros más gruesos, unos más discretos y otros de colores más vistosos.

Así como con la corbata le gustaba liarse con el nudo Windsor -pues se pensaba él que éste le hacía la cabeza más pequeña y disimulaba su brillante calva- con los foulards no tenia ningún nudo preferido. La forma de enroscarse ese trapo en el cuello dependía del tipo de ropa que aquel día le acompañara, simplemente del frío o de como estuviera de humor.

Allisander sabía que los foulards no tenían su origen en París, pues ya hacía tres mil años que en Oriente Medio era utilizado era por motivos religiosos y de allí pasó a Europa del Este, donde mujeres judías y cristianas popularizaron su uso. El nombre de foulard se le dio en Francia en el siglo XVIII, cuando se empezaron a utilizar mejores tejidos del sur del país y de Italia, mejores paños y sedas. Sus bordados, sus dibujos, las planchas y cuatricromías convirtieron en obras de arte aquella milenaria prenda. Aunque para las mujeres de aquellos años era un adorno y una señal de respeto, los hombres los solían llevar al cuello para absorber el sudor o protegerse del frío. Tal era la devoción por este pañuelo, que en el siglo XX, varias casas de moda pusieron al día el foulard, llevándolo hasta el estatus de obra de arte.

Azul con flores blancas y pistilos rojos. Era un dibujo muy sencillo pero muy agradecido. No era una tela de algodón muy gruesa, lo que significaba que podría usarlo casi todo el año, como a él le gustaba, aunque tampoco le protegería tanto del frío.

Cada día, cuando se anudaba el foulard, le gustaba recordar la procedencia de éste, dónde lo había comprado o quién se lo había regalado. Ése. Comprado.

Friburgo. En una callejuela al lado del mercadillo. Recordó que no le costó elegir, pues era el único que le gustó. De hecho, fue el descubrimiento del propio foulard lo que hizo que se detuviera en aquella parada montada sin apenas cariño. A pesar del empeño de la joven que le mostraba otros pañuelos para que se llevara un par por unos cuantos marcos más, él rechazó la amable oferta. No había ningún otro que le gustara. Parecía un duelo de buenos modales. Pues ella le iba abriendo los foulards, los desplegaba, los extendía, los recogía, se los envolvía en su propio cuello. Improvisaba un nudo, después otro. Invadía su espacio personal para que pudiera ver con detalle el dibujo del pañuelo, y le daba a tocar la calidad del tejido. Él no sabía como decirle que no, le sabía mal violentarla, a la vez que admiraba el ingenio y gracia con la que lo retenía ahí delante suyo. Allissander Fismüller había cometido el error de iniciar la conversación con aquel alemán tan básico. Al ver que se esforzaba en hablar la lengua de Goethe, la vendedora le mostró su más amable sonrisa. Pero él estaba lejos de poder mantener una conversación fluida, y más lejos aún de poder entender la locuaz vendedora teutona de pañuelos que estaba acostumbrada a usar su labia para endosar los delicados trapos. Finalmente, con su pareja, lograron librarse de la efusiva vendedora, y cogidos de un dedo, siguieron deambulando por las calles adoquinadas.

Aquel día llevaba sólo diez minutos en la calle, y no había sido hasta llegar a la parada del tranvía de Orianienburger Straße, en el distrito de Mitte, que Allissander no se había dado cuenta de que no llevada el foulard tal y como le gustaba. Era un foulard de lino. Y se había acostumbrado a llevar las margaritas de pistilos rojos alrededor del cuello pero sin anudar. Lo dejaba caer por el pecho y se abrochaba la americana del traje. Al no ser una tela gruesa le gustaba pensar que ésta no le hacia gordo, lo se veía bien, no le forzaba el botón ni le deformaba el porte de la chaqueta. Era ideal. Ideal.

Cuidadosamente, pues, allí, en medio de la calle, abrió el pañuelo, lo sujetó por los dos lados y los juntó, cuidadosamente lo dejó posar sobre el cuello de su camisa blanca, con las manos bajando, sus dedos acariciaban cada centímetro del pañuelo, poniéndolo en su sitio, acompañándolo hacia el ombligo, para allí abrochar su americana de nuevo. Trabajo hecho.

Pero aquel foulard que ese martes se había puesto no era el que tenía previsto a primera hora de la mañana. Ni el que había pensado el día anterior, cuando ya hacía su lista mental de cómo iría vestido, la camisa del día siguiente, o la corbata si era necesaria.

Para ese martes, había pensado recuperar el foulard que se había comprado hacía poco un año y usaba en escasas ocasiones. No era precisamente un foulard comedido con florecitas o un vichy discreto. Era un pañuelo con un llamativo estampado de motivos florales. Blanco con hojas en colores verde oscuro y un rojo carmín. Era de aquellas piezas que se había puesto con todo tipo de chaquetas. Era un foulard atrevido, pero a la vez sobrio. Las ultimas ocasiones que lo había usado, su delicado algodón permitía unos mullidos y suaves lazos alrededor del cuello. No lo usaba a menudo. No porque no le gustara o fuera difícil de combinar. Todo lo contrario, cuando hacía acopio de un nuevo pañuelo, su pequeño cerebro se ponía en marcha, como en pocas veces lo hacía, y como si de algoritmos de se trataran, calculaba posibles combinaciones. Su cabeza rumiaba las camisas, trajes, abrigos y sobretodo en las ocasiones y días de frío o de calor durante los cuales podría usar esa pieza de trapo. Un despistado muy previsor.

Aquel foulard era de los que guardaba para días especiales, no tenía nada en particular, no se lo había regalado nadie en especial. Simplemente se sentía bien con él. Le gustaba su caída, le gustaba como le quedaba, le gustaba su versatilidad, le gustaban sus colores. Y simplemente, como hacen los niños, que se reservan los mejores caramelos de la bolsa, o las patatas fritas del plato para el final. Gerhard Fismüller se dejaba ese foulard llamativo estampado de motivos florales, blanco con hojas en colores verde oscuro y un rojo carmín, no para el final, pero sí para esos días que él consideraba especiales o se sentía de un humor especial, pues era uno de sus preferidos. O quién sabe, quizá el motivo fuera que alguien, en alguna ocasión le dijera que era un bello foulard o que le sentaba muy bien. O quien sabe, quizá era necesario cierto valor, y más aún personalidad, para salir con esa prenda a la calle.

Recordaba aún las veces que no se lo puso estando acompañado de su pareja. Ella era entonces muy reacia a esos foulards, y los veía con cierto reparo, llegando a hacer sorna de ellos. Más de una vez había aguantado algún comentario burlón tachando esos fulares de afeminados. En más de una ocasión le llamó gay por llevar algún foulard más atrevido con ella. Ella se mofaba de Allissander cuando se refería a términos poco usados por los hombres, relativos a la moda y gustaba hablar de telas adamascadas o jacquard, o del color gris marengo o gris perla para referirse a sus trajes, o las mangas japonesas o el vestido palabra de honor.

Impertérrito él, había seguido protegiéndose del frío con sus fulares. También disfrutaba de unas bufandas de reconocidas marcas, pero su delicada piel le exigía dejarlas en el cajón de la cómoda o en la mesa del despacho nada más llegar.

Durante todo el trayecto de casa al trabajo estuvo dando vueltas mientras se mesaba su brillante calva, intentando averiguar dónde estaba su foulard favorito, uno de sus preferidos. Recordaba la última vez que lo había vestido, la última vez que lo había envuelto a su cuello. De hecho, cada vez que lo tomaba, le llegaba la esencia del perfume que permanecía en cada una de las hebras del pañuelo. Y le encantaba.

Seguía pensando en la última ocasión que lució el pañuelo. Cuando llegó a su querido hogar, cuando se despojó del abrigo, se quitó la americana junto con el pañuelo, colgó ésta en la percha que había dejado preparada, y dobló cuidadosamente el foulard para dejarlo junto con el resto de su pequeña y humilde colección. Sabía y era consciente que este orden contrastaba enormemente con el diferente trato que recibían otra prendas suyas, las cuales no eras merecedoras de tal mimo ni orden, y eran lanzadas sin miramientos a la silla o también guardadas pero con desgana y sin mimo.

Como persona despistada que era, y despistado entre los despistados se definía él, pues sabía cuando olvidaba algo o perdía cualquier cosa. Era consciente de sus olvidos. Cualquier otra persona habría sido presa del enfado y mal humor. Pero Allissander Fismüller no. Sin enojarse, daba media vuelta y regresaba para buscar aquello que hubiera olvidado. Aquella maldición era a la vez una bendición, pues le había dotado, con el paso de los años de una inconmensurable dosis de paciencia. Un olvido, un despiste que sería motivo de disgusto, o incluso cólera para cualquiera, pero para él no era más que una anécdota diaria más. Cuántos viajes había llegado a hacer él, a medio camino daba media vuelta a regreso a casa, al despacho o al coche para recuperar las llaves, la cartera… Él mismo reía al explicar aquella ocasión en que se paseó por medio Berlín con un cuadro de grandes dimensiones en el techo del coche. El despiste del genio, se consolaba él.

Aquel martes estuvo todo el día pensando en su foulard. Por ese motivo tenía muy claro que era lo que haría tan pronto llegara a su estimado hogar.

Abrió la puerta, y como si de una ceremonia se tratara, depositó las llaves en aquel viejo escritorio del recibidor que había recuperado de su abuelo materno.

Entró en el salón y besó a su mujer, para después ir a buscar, uno por uno, a sus hijos y darles un beso. No desaprovechaba nunca la ocasión para abrazarlos, si se dejaban.

Una vez se había puesto cómodo, y después de guardar el foulard junto con el resto, buscó en el cajón su otro pañuelo. Levantó unos, sacó otros, pero no aparecía. Miró en el resto de cajones, los desordenó. Miró en la silla del rincón, en la que dormían dos jerséis esperando ser doblados y llevados al armario. Se dirigió al despacho, no fuera que, por despiste o dejadez, allí estuviera. No tuvo éxito.

Cansado ya de buscar, le preguntó a ella si, por casualidad, lo había tocado, o se lo había puesto. No era una idea descabellada, pues en algunas ocasiones tomaba prestados algunos de los criticados fulares. Pero le respondió con una simple negativa, medio ignorándolo, y le sugirió si lo habría perdido. Aquello era parte de su sutil menosprecio, llegando al maltrato.

Esa noche recordó el viaje a Milano. Cuando, paseando por el barrio de Navigli, vieron a sus gentes protegerse del frío con pañuelos vistosos anudados al cuello. Aquellos milaneses vestían elegantes a todas horas. Y el foulard no era una prenda de mujeres, como se había tenido que escuchar en varias ocasiones. Con traje, con chándal, con vestuario casual, había un pañuelo para cada ocasión. A partir de aquel día, al menos, ya no oiría más burlas sobre los trapos de colores por parte de ella.

Pero el foulard de blanco con hojas en colores verde oscuro y un rojo carmín seguía sin aparecer. Como buen Tauro era obstinado –pues no sólo los Escorpio podían presumir de ello- y dejó para el sábado volver a buscar el pañuelo.

 

Se sentía agobiado por no encontrar aquel pañuelo. No era normal. Como buen despistado que era, asumía su culpa y responsabilidad por sus posibles lapsos. Y por ese motivo solía tener ciertos objetos repetidos. Por aquello de cuando lo perdiera de vista. Porqué como él decía, no perdía las cosas, simplemente olvidaba su paradero y no las encontraba, y sabía que si no estaban donde debían, muy lejos no quedaban.

Él era consciente de su cabeza despistada. Pero era la posesión de esa propia consciencia la que le confería una serenidad y templanza cuando el despiste atacaba y como le decían, perdía las cosas. Porqué el sabía que no las perdía, pues sabía siempre que sólo era “un no saber en ese momento dónde estaban. Estar, estaban, y era cuestión de tiempo encontrarlas”, les decía Allissander Fismüller. Esa noche, para desconectar, empezó un nuevo libro, “Las desventuras de Moritz Mackiewitsch”:

Su padre, y antes su abuelo, ya habían participado en los Wiener Bäll. De hecho, miembros de su familia Mackiewitsch, ayudó al emperador Franz Joseph Karl II, durante el Congreso de Viena de 1815 a instituir este evento que años después sería conocido mundialmente. Durante los diez meses que duró el congreso tras las guerras napoleónicas, las potencias del continente dibujaron ese año el mapa fronterizo para una nueva Europa (…).

Llegó el sábado. Y como solía hacer todos los sábados, cuando todos aún dormían o retozaban de pereza en la cama, salió a comprar el pan y rollos de canela, un para cada uno. Llegaba. Preparaba el zumo de naranja con frutos rojos, con zanahoria, manzana, lo que tuviera a mano o lo que no quería que se quedara en el fondo de la nevera. Disponía la mesa, las tostadas y las confituras, los rollos de canela en el cesto comprado en Amberes, y el zumo naranjas recién exprimidas.

Le encantaba la ceremonia del desayuno, y preparar la mesa con cariño; la combinación de platos, los vasos que utilizaba sólo para los zumos del fin de semana, las tazas… siempre pensó que ensuciaba más la cocina preparando los desayunos de fin de semana, que cualquier otra comida.

Dejaba la leche para el final para que no se enfriaran. Desayunaron juntos media hora más tarde. Ella no. Ella no esperaba para desayunar junto con él y sus hijos. Ya había desayunado sola, sentada en un taburete en la cocina al lado de los fogones. Luego después, en ocasiones llegaba a sentarse con ellos al final de desayuno. Se justificaba que su rutina diaria era desayunar muy temprano y que por ese motivo su cuerpo le pedía la ingesta antes. Él siempre le pedía que engañara el cuerpo con una galleta o un cortado para poder estar juntos, a lo que ella siempre se negaba.

Fue en ese momento cuando Allissander Fismüller retomó el tema del foulard. Y preguntó a sus hijos, y de nuevo a ella, si lo habían visto. Les mostró una foto que tenía en el despacho con ese foulard en el cuello. La respuesta de ella fue que seguramente se lo habría olvidado en alguna parte, en alguna konditorei o que se le habría caído por la calle. Él sabía que estas opciones estaban descartadas desde el primer día ya que lo habría echado en falta a la primera racha de viento o al notar el frío de esos días.

Ella le respondió con evasivas. ¿Y si lo hubiera perdido, tal y cómo como le decía ella? ¿Era posible que lo tuviera ella? De ser así se lo habría dicho ya el primer día que se lo preguntó, pensó él. Pero también es verdad que tampoco le ayudó a buscarlo, pues eran “sus cosas” le había respondido alguna vez. En ese momento, le preguntó a ella si se lo había tirado, pues sabía que precisamente aquel pañuelo no era de su agrado.

-Bueno, quizá…

-¿Quizá?

-Mejor dicho, sí lo tiré. Estaba viejo.

 

No era el primero.

No fue el último.