“Un ciervo herido salta más alto”, Emily Dickinson (1830-1886 · Amherst, Massachusetts)

angus hofftenmayer

Angus Hofftenmayer se levantó aquella mañana con una duda que volvía a menudo a su dura cabeza una y otra vez. No llegaba a entender porqué el color naranja era el único que sabía a él mismo. El amarillo sabía a limón, el verde a menta, y el rojo recordaba a la fresa… Pensó en otros idiomas, pero el jaune francés sabía a citron, en cambio el orange le recordaba al sabor de aquel refresco de naranja tan francés como la Orangina. Y si pedía una lemonade, no le servían un refresco de limón, le abrían una botella de gaseosa. En cierta ocasión se acercó a un turista británico y le ofreció un limón, éste lo chupó, pero le confirmo lo que era evidente, era de color amarillo y era ácido. Las Erdbeeren alemanas, eran de color Rot, pero sabían a fresa, y lo mismo pasaba con la Banane o la Birnen. Viajó a Italia para darse cuenta que la fragole sabía a fresa, como el cocotero o la sandía, pero no obtuvo ningún adelanto. !En cambio la arancia era color arancione y sabía a naranja!

Él había oído hablar a su esposa de un vestido color verde manzana; pero nunca se aclaró sobre que tipo de manzana se refería, de la Regona; la teutona Glockenapfel; la Granny Smith; o la manzana de origen chino con nombre japonés, Fuji; la Starking; o las comunes Royal Gala y Starking. Angus estudió los tipos de manzana y descubrió que existían más de 7.500 variedades, sabores y colores. Dedujo que el vestido con el que su mujer asistiría a la boda de su mejor amigo podía ser rojo intenso, verde, amarillo, marrón o claro rosa.  Casi nada.

Discutió el tema con su vecino, Alan Sirtoki, militar condecorado de origen griego con invalidez absoluta por enfermedad mental. Angus era el único de sus amigos que le llamaba Alan. Un trozo de metralla atravesó la parte inferior de la mandíbula, rasgó parte de la papada y afectó a sus cuerdas vocales. 

A consecuencia de las heridas, durante una conversación el timbre de su voz podía cambiar a unos agudos soñados por un tenor lírico, y si hablaba de forma continuada podía llegar a sonar de forma esperpéntica. Lanzaba bufidos al final de cada frase y su deforme papada se inflaba, y cuando soltaba el aire aquellas carnes quedaban a merced del viento. A raíz que aquellas secuelas sus vecinos y conocidos le apodaron el gallo de Kentucky. Angus, no.

Después de pasar varias tardes discutiendo, habiendo consumido varias cajas de puros y botellas de licores de nombres impronunciables llegaron a un pequeño acuerdo sobre el color melocotón. A pesar que todo el mundo podría entender un color melocotón y no lo consideraría rojo como su piel aterciopelada, si no un anaranjado claro con tonos suaves y luces amarillas, poca gente lo definiría claramente. Pues a menudo entraba en las conversaciones el naranja suave tono salmón. A ya les bastaba con las frutas. Discutir de pescado azul y blanco cuando todos eran grises,  ocuparía las próximas vacaciones de esos dos individuos.

Angus Hofftenmayer no era un hombre afortunado, nunca había disfrutado de lo que se dice un golpe se suerte. Más bien al contrario, la vida le había dado muchos golpes. Pero no por ello era un ser atormentado, se dejaba, de momento, llevar. Se dejaba llevar por la vida, por su destino. Había dejado que su sino decidiera por él que hacer, cómo continuar o cómo acabar su vida.

Hasta entonces había vivido en una bonita casa situada en un barrio residencial de Chinden Bentley, Maryland. Decorada con buen gusto pero de manera austera y de estilo espartano era sin embargo un hogar cálido y acogedor. Su esposa Antoniette y él habían dedicado años en diseñar un bello jardín con césped albergando plantas, flores y arbustos de variedades exóticas y vistosas muy agradecidas al agua y al sol.

Su esposa se marcharía de casa a las pocas semanas, en lo que un amor pasajero de canícula él creía que era. Pero Angus desconocía aquella frase atribuida al autor irlandés Oscar Wilde que decía “La única diferencia que existe entre un capricho y una pasión eterna es que el capricho es más duradero”.

Poco después, al conocer su cuenta corriente casi vacía, sus ahorros evaporados y su valiosa colección de monedas de oro desaparecida, se dio cuenta de lo contrario.

Su trabajo no era muy corriente, trabajaba en el laboratorio de una prestigiosa marca de perfumes de fama internacional. Y ahí, en la sombra, era el máximo encargado de testar las nuevas creaciones de fragancias de lujo. A pesar de su relevante productividad en la empresa y sus importantes aportaciones nunca tuvo esto reflejo en su sueldo ni agradecimiento o consideración como excelente trabajador. Su fina y bien contorneada nariz albergaba una delicada y sensible pituitaria que era su principal herramienta de trabajo y única fuente de ingresos. Mientras que una nariz ordinaria podría reconocer unos 3000 olores distintos. La nariz de Angus identificaba más de 6000 esencias, más olores, aromas, fragancias y cualquier tipo de efluvio. Poseía casi la misma facilidad olfativa que el cerdo, animal que podría diferenciar 5.500 olores, o el perro, con capacidad para detectar concentraciones tan bajas como cien partes por billón. Pero su gran profesionalidad le permitía percibir todos los rastros que se podían dejar en una prenda, pues incluso una vez colaboró exitosamente desenmascarando un crimen gracias al rastro corporal que había impreso el culpable.

Pero esta faceta que le sustentaba, aunque poco valorada, también se vio abocada al fracaso. Agnus trabajaba en una empresa que, al igual que otras multinacionales despedían personal cada vez que su cuenta de resultados no cuadraba. Cuando ésta realizó un conflictivo proceso de regularización, despidió a varios de sus compañeros y por otro lado ofreció un buen aumento de sueldo para los trabajadores con más antigüedad. Por una vez parecía que la diosa fortuna sonreía a Agnus.

Pero el mismo día en que se le anunciaba la considerable mejora salarial y se disponía a celebrarlo con su mujer sufrió un aparatoso accidente al caer por la escalera de caracol de su casa.

Angus soportó varias intervenciones en diferentes puntos de su cuerpo y pasó cinco semanas en el hospital. Con dos tercios de su cuerpo enfundado en escayola y un collarín rígido que le producía incómodos sudores, tuvo que presenciar como su esposa flirteaba con el traumatólogo que lo asistía. En cierta ocasión trajeron un ramo de rosas rojo intenso. Angus sonrió al ver el presente. Pero al leer la tarjeta en la que agradecía y recordaba la pasada noche de lujuria y placer, supo que aquellas flores no eran para él, si no para su esposa. Le estaban robando a su esposa, a la mujer de su vida.  Y él no podía, literalmente, mover ni un dedo.

Antoniette fue distanciando cada vez más sus visitas a la clínica para ver a su esposo, pudiendo así recibir las del traumatólogo en su casa, en una cama más mullida.

Le dieron el alta y se despidió solo de la clínica. Su amigo y vecino Alan, el gallo de Kentucky le esperaba a las puertas de la clínica en su flamante descapotable para llevarle a casa. Éste le puso al tanto de las novedades que encontraría en su casa, pocos muebles, jardín descuidado y sin nadie que lo esperara en casa con una tarta de bienvenida.

Agnus llevaba bastante bien el batacazo, pues durante las semanas en la clínica se estuvo mentalizando al ser reconfortado con las visitas matutinas de la hermana Clarise, monja aburrida de avanzada edad que deambulaba por los pasillos de la clínica todas las mañanas buscando algún cuerpo para exorcizar. A pesar de haber sido abandonado por su esposa seguía convencido que algún día llegaría el día en que los hados cambiarían su existencia.  Esperaba su golpe de suerte.

Pero no era el mismo, además de acusar una sensible pero molesta cojera en la pierna derecha, las lesiones habían dañado su oído derecho. A parte de una sordera parcial esta lesión le alteró el equilibrio dinámico, aquel que mantenía derecho el cuerpo en los movimientos de giro y aceleración de todo ser humano.

Pero la peor consecuencia tuvo lugar en sus cinco centímetros cuadrados situados en el centro de su faz. A consecuencia de los golpes, hematomas y fracturas en su cara, el bulbo olfativo de Angus sufrió una extraña atrofia que desde ese día no le permitió distinguir correctamente las esencias.

No era que hubiera perdido su fino olfato; pues seguía pudiendo disfrutar de cientos de aromas. Pero tal atrofia en el bulbo olfativo provocó una disfunción que alteró percepciones del olfato. Los siete tipos de células olfatorias, cada una de las cuales sólo era capaz de detectar un tipo de moléculas, sufrieron un trastorno inédito que hizo que los olores primarios se vieran distorsionados. Su olfato en condiciones normales podía identificar los olores primarios como el alcanforado, almizclado, floral, mentolado, etéreo, picante y pútrido. Pero ahora las células olfatorias distorsionaban un aroma, dejaban de emitir impulsos nerviosos respecto a él y lo modificaban, llegando sólo a identificar olores pútridos. Fuera cual fuera el perfume a oler, Angus sólo identificaba olores podridos, corrompidos y del todo desagradables. Un desastre para su oficio. Para su consuelo, aquel problema le daría una fama de alcance reducido, tendría el dudoso honor de padecer una enfermedad única hasta el momento, la en un futuro conocida como el síndrome de Hofftenmayer.

Aquella mañana se presentaba como cualquiera otra mañana, insulsa, anodina, sosa, y por qué no incluso triste y aburrida. A pesar de ello, como cada día, salió de su casa con la intención de que esa jornada cambiara su vida. Al salir de casa cerró con doble vuelta de llave, se puso las manos en los bolsillos y miró al cielo. Era un lunes fantástico, el cielo estaba despejado y tenía un azul que él definía como azul camisa, un azul celeste tono azulón claro, sin más detalles. Mirando al cielo inspiró, llenó sus pulmones y su cara acusó una suave y tímida sonrisa, estaba optimista, hoy era su día. Bajó la mirada, y en ese momento ocurrió algo que cambiaría su destino. Dio un paso con la pierna ‘averiada’, pisó mal el primer de los cinco escalones que llevaban al descuidado jardín. Quiso reaccionar, intentó sacar la mano del bolsillo pero lo único que consiguió fue perder el equilibrio y caer de lado sobre su segundo escalón, mientras que con la otra mano no tuvo tampoco suficiente tiempo de reacción. El resultado fue una caída estrepitosa por las escaleras. El primer golpe lo paró con la cara, en la parte superior del pómulo derecho. El siguiente golpe se cebó con el codo de su brazo también izquierdo. Al dar la vuelta sobre el siguiente escalón su occipital rebotó con el canto de éste. En una fracción de segundo logró sacar su mano derecha del bolsillo del pantalón y la extendió buscando el suelo en el que apoyarse; este gesto le provocaría una futura lesión muscular a causa del golpe y el retroceso que sufriría aquel brazo. Con éste movimiento cayó finalmente sobre el césped y el último rasguño lo sufrió en la cara, frenó el tropiezo con el mentón. Permaneció quieto, con los ojos cerrados, pensando que había hecho mal en esa vida, o qué había hecho bien. Notaba su cuerpo entumecido, y se empezó a percatar de los golpes y hematomas que le estaban apareciendo.  Abrió los ojos.

Ahí, en un primer plano, en frente de su nariz, pudo observar la verde figura de un trébol.  Toda la luz se centraba en ese trébol. Pero no era un trébol corriente. Aquella herbácea vivaz, empleada en infusión contra la tos, la bronquitis, la ronquera y la diarrea, con la leyenda de atraer la suerte para aquel que encontrara uno de cuatro hojas, era distinto. El Trifolium pratense que tenía en sus morros tenía cinco hojas. Lo arrancó con sumo cuidado y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta.

Se olvidó del dolor y de la abundante sangre que brotaba de su mejilla, aquel era su día de suerte. Por este motivo se fue al centro médico que tenía cuatro calles al norte del pueblo. Y después de esperar más de una hora y ver pasar por delante de él a un paquistaní con mordeduras de mastín napolitano, un marido apaleado por su mujer y una anciana con quemaduras de aceite de freír calamares fue atendido por Sikkim, un agradable médico de origen indio. El diagnóstico fue un conjunto de hematomas y lesiones que no revestían gravedad salvo el golpe en la cara. El impacto con el escalón le había producido un corte en la mejilla, y dada la situación expuesta del corte y para facilitar la cicatrización sin marcas, el colegiado optó por asestarle puntos de sutura.

Angus no podía dar crédito a la actuación del doctor Sikkim. Los hados tenían que haber inspirado al medico de tez morena para imponerle los cinco puntos de sutura. Delante del espejo contó una y otra vez los puntos. Allí había un mensaje. Le había cosido cinco puntos.

Con una ligera cojera y acariciando el brazo herido anduvo varios minutos y se detuvo en cafetería habitual para tomar un café con leche. Se dirigió a Amanda, una simpática camarera que se encargaba de servirle cada mañana y le pidió aquello que siempre desayunaba, un café con leche con mucha crema y leche natural acompañado de una porción de pudín de arándanos. Ya acomodado en la mesa de siempre, mientras removía el café con leche se entretuvo mirando la porción pastelera, una mermelada rojo oscuro cubría la parte superior de aquel pudín, y allí pudo contar las frutillas de arándanos que le habían tocado en aquella porción: cinco.

Su humor cambió. Su ilusión y optimismo se tradujo en unos instantes de duda. Y aquella duda pasó a un cada vez mayor temor. Miró a la calle a través del cristal, la vida seguía igual, los coches circulaban de la forma ordenada de siempre, la gente caminaba, un niño paseaba en bicicleta bajo la mirada atenta de la que parecía su hermana. Se quedó observando una anciana que miraba un escaparate de una tienda de mascotas, finalmente la octogenaria compraría aquel loro que en un futuro no lejano la vería cerrar los ojos.

Era una situación cotidiana que se repetía cada día, todo seguía igual como siempre. En ese instante un escalofrío recorrió el cuerpo de Angus. ¡Señales! Aquello eran señales, de algo, pero no sabía de qué. Un miedo que nunca había sentido invadió su ya maltratado cuerpo. ¿Quién jugaba con su vida? No encontraba la palabra que definiera aquello, los hados, el destino, el sino, la providencia, las estrellas, los gnomos… era una fuerza superior, de aquello estaba seguro, y algún mensaje se le estaba enviando. De repente una fetidez se deslizó por su nariz y le despertó de aquel leve letargo mental. La hediondez que le provocó la pérdida del trabajo volvía a pasearse por su cara. No duró ahí más que unos minutos más, en la mesa de su izquierda se habían sentados dos mocosas escapadas de la clase de química del instituto cercano. Tal era la cantidad de perfume en que se habían macerado aquella mañana, que el pobre de Angus sufrió varias arcadas y tuvo que entrar en los servicios en dos ocasiones a pesar de haber cambiado de mesa. Después de haber podido hojear el periódico y aliviarse leyendo desgracias ajenas, fijó un nuevo rumbo. Hoy tenía que ir al banco local a ingresar el cheque con el que su antigua empresa lo había indemnizado. El trato con el que llegó con la firma de perfumería no era nada del otro mundo. Para otra persona aquel cheque del The Centreville National Bank of Maryland habría sido una excelente compensación, pero para Angus no. En ese cheque no había suficientes números para resarcir sus heridas y años de antigüedad. Y además, en su estado le costaría encontrar un nuevo empleo. Había perdido el trabajo y su esposa, y con ella, todos sus ahorros, excepto unos cientos de dólares que le dejó en la cuenta de ahorros. Todo un detalle.

Se encontraba a diez metros del banco, con un trébol de cinco hojas en un bolsillo y un cheque de cincuenta mil dólares para ingresar en su menguada cuenta, cuando su amigo y vecino el gallo de Kentucky, le golpeó la espalda a modo de saludo. Las gracias no eran lo suyo. Esbozando una sorprendida sonrisa, respondió al saludo de una forma tímida como siempre.

Empezó a contar todo lo sucedido aquella mañana, la caída, los arándanos, los escalones. A medida que se lo explicaba a Alan, su estado desalentado y alicaído se iba convirtiendo en un optimismo, y éste en una euforia desmesurada al darse cuenta que todo aquello no era malo. No era ninguna maniobra del Diablo – o Lucifer, Satanás, Maligno, Demonio, Leviatán- en ese momento le pasaron por la cabeza todos los sustantivos con que había aprendido a denominar a la personificación del Mal. Aquel miedo que lo había estado amedrentando toda la mañana estaba a punto de desaparecer y a punto de cambiar su destino. Se sentía aliviado, la serenidad y la entereza se mezclaban con una intensa embriaguez, aquello no podía ser malo, era algo bueno. Después de los baches que la vida le había regalado, parecía que este era su día. Hoy era su día. El gran día.

Invitó a su vecino a tomar un café en un local que encontraron en la esquina.  En pocos minutos Angus le había explicado con todo tipo de detalles lo acaecido el mismo día. Y no podían estar los dos más de acuerdo. Se trataba de señales de la Divina Providencia, presentados de forma hercúlea, pues aquella cadena de sucesos no era eventual, aunque los dos coincidieron que era una manera un poco ortodoxa de mostrarse. Debían aprovechar aquello, miraron el calendario colgado detrás del mostrador de la cafetería. Era lunes, lunes cinco de octubre. Otro cinco se postraba ante él. No podía estar más claro. Si no actuaban, sería demasiado tarde. Mañana sería demasiado tarde.

Agnus mostró el trébol de cinco hojas y su talón a punto de ingresar. Tenía que ingresar el cheque antes que nada. No se podía pasear por las calles de Chinden Bentley con un papel valorado en cincuenta mil dólares.

En ese instante Alan arrojó una idea sobre la mesa. Seguir buscando suerte. Provocar, incitarla. Había que aprovechar la ocasión.

Llegó la camarera. Y les sirvió los cafés en la mesa. Cuando Alan apartaba el periódico que estaba encima la mesa, Angus vio un titular en un pequeño recuadro de la portada. Inmediatamente su cara cambió, parecía que sus ojos fueran a salirse de sus cuencas. Había visto la luz. De un golpe seco apartó el café y abrió el diario. Buscaba la página cincuenta. Mientras pasaba una y otra página, pensaba en como se mostraba su estrella. Alguien o algo, un ser supremo, un ente, alguna fuerza que no sabía de donde ni porqué, lo había llevado a leer aquel periódico. A leer aquel pequeño titular y buscar la sección que había llamado su atención. ¿Cómo se le había pasado por alto la primera vez cuando leyó el periódico en su cafetería habitual? Por fin encontró el artículo que buscaba. Le dio la vuelta y lo mostró a Alan.

El gallo de Kentucky, con tan sólo leer los titulares comprendió enseguida aquello. Los dos se fijaron en las mismas palabras: Presumptuous, de cinco años.

Tenían poco tiempo. Debían actuar rápido. Salieron del café dejando unas monedas en la mesa, y se dirigieron a casa del antiguo militar a buscar las llaves del coche, pues Angus no estaba en condiciones de conducir.  Con el gallo de Kentucky al volante se dirigieron a Main Street cruzando por el parque de St. Gregory. Debían dirigirse a las afueras de la ciudad. A medida que se acercaban a su destino el tránsito iba aumentando. Unos minutos y la vida de Angus daría un vuelco.

La zona de estacionamiento era inmensa, con capacidad para cientos de vehículos. Una cuadrícula perfecta los ordenaba. No les costó encontrar una plaza libre. Habían ido con tiempo para poder cumplir su misión, y pudieron dejar el coche cerca de la entrada principal. No era la primera vez que allí acudían. Sabían moverse por la zona y se dirigieron directamente a la entrada. Era impresionante. Miles de personas se concentraban ese lunes para cumplir un rito que para ellos ese día era especial.

Estaban a punto de entrar en el hipódromo de Ribbon Meadows.

Para eso se plantaron delante de las taquillas, y después de discutir con aquella chica de cara pusácea por tal de obtener las mejores localidades. Embriagados de euforia y excitación, de un manotazo esparcieron por el suelo decenas de dípticos de publicidad que en el mostrador encontraron. Después de una larga discusión con la taquillera fue imposible adquirir las localidades que inicialmente deseaban. Ya que era un día especial aceptaron adquirir dos entradas para el selecto Recinto St. Legère.

Nunca habían accedido a aquel restringido espacio reservado a clientes de alto poder adquisitivo y empresas que obsequiaban a sus buenos clientes con entradas a las carreras.

Contaba con circuito de televisión con pantallas gigantes, ambiente climatizado, estacionamientos cerrados, servicio de guardarropía y un completo servicio de restaurante internacional y cafetería, con terrazas comedores con vista panorámica preferencial a sólo 15 metros de las canchas de carreras, sobre la línea de la meta. Disponía de amplias instalaciones de cajas para registrar sus apuestas, que era lo que en ese momento los interesaba.

Desde aquella situación se podía oler el verde que formaba aquella larga alfombra natural, era público que recientemente se habían hecho trabajos para mejorar aquel suelo.  La pista de hierba había evolucionado muy favorablemente y estaba lista para ser estrenada en aquella fecha. Escucharon atentamente al inicio y de forma tediosa diez minutos más tarde a un responsable de atención al público del selecto recinto, que les contaba como se había pasado un compactador para tratar de regularizar el terreno y se seguía aplicando herbicida puntualmente contra la grama y el helmintosporium, el phytium y demás enfermedades de la hierba.  Se había terminado de airear el terreno con una máquina sacabocados para posteriormente aplicar recebos de arena en las zonas que no drenan bien, y turba en las zonas poco fértiles. Cuando ya tenían la cabeza saturada de complicados nombres en latín, enviaron al relaciones públicas a comer dicho césped y se dieron la vuelta para ir a tomar una copa en la cafetería.

Después de tomar un par de combinados se dirigieron a la oficina de apuestas. Angus sujetaba el billete con su mano dentro del bolsillo, en otro bolsillo mantenía el trébol de cinco hojas. Faltaban pocos minutos para que se cerraran las apuestas.

Aquellos mostradores no eran como los de las taquillas de apuestas de las gradas ordinarias, con chicas postradas en un taburete que malgastaban su voz gritando a través de los orificios del cristal de seguridad. Allí no había cristales ni pequeñas ventanillas por las que agachar la cabeza y hablar con dificultad. Un guardia de seguridad fuertemente armado controlaba todas las transacciones que se efectuaban en aquel largo mostrador con ocho señoritas elegantemente ataviadas, sentadas en cómodos asientos que atendían las peticiones de apuestas de gran valor.

Dorothy, una rubia con ojos verdes era la persona encargada de atender en la taquilla número cinco. Angus y Alan se sentaron en los dos asientos color burdeos acabados de tapizar. Angus alcanzó uno de los caramelos de cortesía que había en un recipiente y empezó a hablar. Era casi la hora. Dorothy estaba introduciendo los datos de la apuesta cuando Alan dio un respingo. No se había dado cuenta, observando los bellos ojos verdes de la chica, pero Angus estaba con el cuello estirado, con una cara deformada. Su flácido pellejo se extendía y tensaba, y sus labios provocaban una mueca esperpéntica soplando silenciosamente encima de la mesa. Discretamente con los ojos le indicó el problema, un pequeño pelo rizado reposaba en la parte superior del teclado y no había manera de desalojarlo de forma cauta sin violentar a la joven dama. Un golpe de codo de Angus bastó para que Alan recobrara la posición. A saber como había llegado aquel pelo hasta allí.

Angus y Alan habían discutido sobre el mundo de las apuestas, pero como buenos aficionados sabían que el handicaping, el arte de predecir los caballos ganadores no era para nada una lotería pronosticable sino un sofisticado arte intelectual. Pero aquel día era diferente, sólo había una opción. De un golpe apartó de la mesa el Programa Oficial que Alan había adquirido para conocer la información de aquel evento. Y Dorothy se sorprendió de dicha determinación al ver que Angus apostaba su valioso cheque al caballo que competía en la carrera Uncle Sam. Esta carrera era una de las más prestigiosas Stakes, o clásica, carrera de las de más alto nivel reservada para los mejores caballos cuyos propietarios de los participantes pagaban una cuota para nominar, inscribir y correr sus caballos. El caballo escogido por Angus había participado con éxito en las últimas carreras, había corrido recientemente y en consecuencia tenía que estar excelente forma. Se trataba de un Pura Sangre que había mostrado una habilidad excelente en competiciones similares.

Apostó el importe de su cheque, cincuenta mil dólares, todo, al caballo ganador de aquella tarde: Presumptuous. Este Pura Sangre pertenecía a los Equistud Stables y era propiedad del millonario tejano Malvinder Kharuana. Se trataba de un caballo nervioso y muy sensible, con galope ligero y tranco firme. Con una alzada de 1.64 metros; capa de color castaño y un cuerpo  largo, era esbelto y proporcionado, de perfil recto. Como todo Pura sangre, la grupa y los riñones eran más fuertes que un caballo normal, lo cual proporcionaba más potencia para el galope; las extremidades posteriores eran más grandes, largas y gráciles, con las articulaciones de los corvejones muy bien formados para trasmitir la máxima fuerza de propulsión; las extremidades anteriores eran delgadas, con antebrazos largos y musculares y articulaciones grandes y planas. Era un caballo con un porte majestuoso, y Alan habría dado cualquier cosa por montar ese corcel. Su cabeza era estilizada y alerta, sin carnosidad en la mandíbula y con unos ollares de la nariz de gran tamaño propicios para una oxigenación rápida.

Dorothy entregó el resguardo de la apuesta a Alan y lo guardó junto con el trébol, esta vez en su cartera dentro de la chaqueta, a salvo de carteristas y otras personas de mal vivir.

A la hora de sortearon las posiciones de inicio de la carrera, Presumptuous había sido favorecido con una posición interor, y esto, al tratarse de un caballo de velocidad temprana, no era tan malo.

La carrera estaba a punto de comenzar, y Angus acompañado del gallo de Kentucky se dirigieron a su zona reservada para aquel gran día, situados a pocos metros de la línea de llegada era una zona idónea para ver llegar a su caballo ganador. Atrás quedaban los días llenos de fatalidades y mala suerte y nacía una nueva etapa de prosperidad. En unos minutos sería millonario y podría resarcirse de sus desgracias. Podría vivir de rentas. O abrir un próspero negocio, rehabilitar su casa, costearse una operación en una de las numerosas clínicas suizas, y finalmente contratar un experto asesino a sueldo rumano para acabar con la pécora de su esposa.

El hipódromo estaba lleno, pues era la carrera más importante del año.  Gente de todo el estado, para no decir de todo el país, había acudido aquel lunes a apostar por su caballo ganador. Para unos era suerte, para otros era cuestión de técnica, para Angus era su sino. Tan sólo mil doscientas yardas le separaban de su nueva vida.

Estaban sentados con el programa oficial. Presumptuous participaba en la primera carrera. Jonh Smirrel, el laureado y diminuto jinete se distinguía por su buena técnica de cabalgar, fuerza, inteligencia, buen juicio y la habilidad de comunicarse con el caballo. Vestía de blanco con bandas rojas cruzadas rojas, mangas rojas y gorra del mismo color, y ya estaba situado para la salida. Y además el jinete vestía su color preferido, el rojo.

 A su lado se encontraban sus caballos contrincantes: Monsignor, Black Jack, Lotus Flower, Grangrenous y Caesar, uno de los dos favoritos junto con Presumptuous.

Era una carrera de distancia media, de dos curvas, y la posición interior de Presumptuous era óptima, pues el estilo de correr de un caballo y la posición de inicio estaban directamente correlacionados. Se trataba de un caballo puntero, es decir, caballo que solía tomar la delantera sin agotarse anticipadamente, y en esta carrera no tenía competencia por obtener la punta,  a excepción de su directo rival Caesar. El resto eran caballos de grupo.

Angus estaba besando el trébol de cinco hojas cuando se dio el pistoletazo de salida. Se trataba de una carrera rápida, en breves momentos todo habría acabado. Los caballos salieron al oír el disparo. Presumptuous y Caesar se situaron como era de esperar a la cabeza y el resto del grupo les seguía a la zaga. En la primera curva Lotus Flower consiguió más velocidad y alcanzó a la pareja en cabeza. En esa entrada a la curva, Smirrel, el jinete de Presumptuous, movió a su caballo y éste respondió a plenitud para atacar a Caesar, puntero en ese momento.  Monsignor podía renunciar a la primera posición pues fue ya frenado al inicio. Estaban en el ecuador de la carrera y Presumptuous se estaba situando para ganar. Black Jack avanzó con su acostumbrada potencia, pero no pudo cerrar el enorme claro sobre Gangrenous. Pasaron sin dificultades la segunda curva. Presumptuous la tomó muy abierta para así cerrar a sus oponentes con éxito. Estaba en cabeza. Poco antes de entrar a la recta final, ya estaba adelante y en el último tramo de la prueba se escapó del resto para alcanzar la meta con ventaja. El orden era en siguiente: Monsignor, Gangrenous, Black Jack, Lotus Flower, Caesar y Presumptuous. Todo parecía haber acabado.

Angus y Alan se estaban abrazando. Pocos cambios se podían ya producir en el resultado. Pero ocurriendo lo inesperado Lotus Flower rebasó sin problemas en lo alto del último tramo de la pista y se posesionó del segundo puesto. Todo esto sucedía en segundos. Smirrel giró su cabeza, vio los últimos movimientos de sus contrincantes y sacudió con su fusta a Presumptuous. Éste respondió al golpe con un fuerte impulso y aumentó más aún su ventaja. Faltaban pocos metros para llegar a la meta.

Angus cerró los ojos y cerró los puños. Alan, el gallo de Kentucky, gritó animando a su caballo vencedor con su voz excesivamente aguda.

Smirrel no pudio evitar oír esos desgarradores gritos. Presumptuous levantó sus cuartos traseros y lanzó por delante al jinete. Caesar y Lotus Flower, que les iban a la zaga, embistieron a Presumptuous. Los tres caballos se encontraban tendidos en el suelo. Black Jack salió de la pista evitando caer encima de los caballos derribados. Cuando Smirrel se levantaba e intentaba calmar a su caballo y volverlo a montar, Black Jack saltó por encima del grupo de caballos aún en el suelo. El jinete se agachó al ver venir al alazán, pero uno de los cascos del caballo golpeó la cabeza de Smirrel y lo derribó de nuevo. Para entonces los caballos y sus jinetes se habían repuesto de la caída y se disponían a competir por los pocos metros que restaban para la meta. La carrera estaba ya finalizada. El trébol de cinco hojas parecía que podía aún influir en el resultado. Y lo hizo. Gangrenous llegó vencedor, seguido de Caesar, Lotus Fower y Monsignor. Presumptuous quedó en quinta posición. Otra vez el cinco.